Silente
La animación ha conocido múltiples variaciones formales, desde el cartoon clásico hasta las esplendorosas imágenes digitales de nuestros días. Pero en el campo de la animación comercial, tanto los dibujos animados de antaño como hoy los “Computer Graphics” siguen respondiendo a las mismas constantes temáticas y narrativas, sin que en todos estos años de evolución técnica haya habido ninguna variación significativa en cuanto a fondo.
Existe otro tipo de animación, resuelta con materiales y procesos alternativos, que persigue objetivos muy distintos: realizada por animadores independientes que trabajan solos o en equipos reducidos, estos artistas son dueños de un estilo gráfico y narrativo único, reconocible por cualquiera que haya sido previamente iniciado en los misterios de este arte tan peculiar.
En la animación experimental se puede identificar la evolución personal del artista siguiendo la cronología de sus creaciones. Hoy queremos revelar de manera crítica a uno de los animadores-pintores más sobresalientes de la animación actual: el suizo Georges Schwizgebel.
Georges Schwizgebel, pintor-animador por excelencia
Entre los animadores experimentales sobresalen los pintores-animadores (1), que han elegido la fusión entre procedimientos pictóricos y animados para su trabajo. Para hacer entender la laboriosidad de los procesos que desarrollan, nos bastarán dos ejemplos: el polaco Piotr Dumala realiza cada uno de sus dibujos rascando sobre placas de escayola tintadas, dando a la imagen el aspecto de un grabado en movimiento. Por su parte, el ruso Alexander Petrov lleva a la animación el realismo de la pintura antigua, utilizando pigmentos de óleo sobre cristal.
Georges Schwizgebel (Reconvilier, Suiza, 1944), el artista que aquí nos ocupa, era pintor vocacional desde su infancia y estudió en la Escuela de Artes Decorativas de Ginebra. Más tarde su trabajo como diseñador y publicista le empujó hacia el mundo de la animación, compaginando ambas actividades desde que funda el estudio GDS, cuna de todas sus creaciones. Desde 1974 ha producido doce cortometrajes de animación —amén de un gran número de trabajos comerciales—, ganadores de múltiples premios en los festivales de mayor fama internacional en su campo (2).
Sus películas hablan siempre de la representación misma. La mayoría de ellas terminan con un guiño hacia la presencia del creador: la súbita aparición del pintor-Demiurgo, la artificialidad del medio animado, o la mera sombra, el acto de proyectar, que es en sí la quintaesencia del cine.
La aportación técnica de Schwizgebel es bien sencilla: aunque utiliza materiales del todo tradicionales en animación plana, como gouache acrílico y acetatos – que son esas láminas transparentes que permiten ver el escenario pintado detrás de los personajes-, renuncia a la rígida línea de contorno que hace del “cartoon” un arte de dibujos móviles. Por el contrario, Schwizgebel le da la vuelta al soporte y pinta por el lado contrario con toques vigorosos de pincel, casi gestuales, donde predominan por encima de todo el color y la síntesis formal de los personajes.
En virtud de esta depuración formal, este animador concibe la imagen en movimiento de un modo plástico, fluctuante, donde las posibilidades de cambio de la animación le ganan terreno a cualquier forma cinematográfica convencional (3). Si para un cineasta corriente la palabra “montaje” significa cortar y pegar, Schwizgebel prefiere mostrarnos movimientos de cámara animados, es decir: para producir el cambio entre diferentes lugares y momentos temporales, los objetos se metamorfosean unos en otros mientras la perspectiva de los espacios sufre incontables involuciones: las nubes se tornan peces, y las olas del mar en prados verdes.
En sus ficciones predominan la musicalidad, la atonalidad o ausencia de referente narrativo, así como una serie de temas formales con que expresa las paradojas de la vida y del paso del tiempo. Por otro lado, la cita pictórica menudea en estos trabajos, estableciendo un puente entre la personalidad visual del filme —la imagen-pintura— y el tema de que trata el cortometraje en cuestión.
De la cita pictórica a la fascinación por el cine
En la obra de Georges Schwizgebel se puede aislar una curiosa constante: la presencia de una silueta invertida, la sombra de una figura humana, preferiblemente de mujer, que sin previo aviso gira como el segundero de un reloj y toma forma material. De esta manera, el contorno proyectado se convierte en el propio cuerpo, adquiriendo vida y movimiento autónomos; ninguna necesidad narrativa justifica esta involución, y sin embargo nos permite reconocer de inmediato la autoría de sus películas. Este amor por la sombra, la falsa imagen que sin embargo aspira a la vida, es paralelo a su fascinación por lo puramente cinematográfico: el cine es el arte más etéreo e intangible porque, más que ningún otro, está hecho de luz y de sombra.
En el cine, como en la pintura, existe un pacto de inmortalidad: sus imágenes permanecen, pero el individuo no. Pero de poco importaría que tales proyecciones permaneciesen si no quedasen vivos que las vieran: la necesidad de ser vistas , de ingresar en el recuerdo de los hombres, es lo que hermana el tratamiento de las citas pictóricas y cinéfilas para este autor.
Las películas de Georges Schwizgebel se impregnan de la vida, observada en sus más finos detalles. Vida y animación son sinónimos para este artista, en tanto que en ambas impera el movimiento, lo que transmite su nostalgia, su perenne sensación de tiempo irrecuperable. Por el contrario, la pintura representa el estatismo, la fijación del eterno presente, cuya dialéctica aborda en Le sujet du tableau (Georges Schwizgebel. 1989).
Para la mayoría del público pasa desapercibida la idea del contrato diabólico que figura en este filme: un Fausto anciano encarga su retrato a un pintor, con la particularidad de que el retrato, rejuvenecido, encuentre en la pintura un espacio donde vivir su propia vida. Así se solapan la actividad del pintor —tan inaccesible al público como el autorretrato de espaldas de Vermeer de Delft—, creando los espacios pictóricos por los que se infiltra el joven Fausto hasta que encuentra su destino, y el recorrido del ubicuo ojo de la cámara por la historia de la pintura. Más poderoso que sus personajes, la mano de este animador genera gratuitamente imágenes que no mantienen relación con lo que el pintor pinta o Fausto vive, sino que sólo existen para el gozo del espectador: la cámara parece correr desde las olas del mar hasta la hierba movida al viento como un elíptico trávelin, por la simple transformación de un elemento en otro al ritmo de su movimiento, o vuela desde los referentes paisajísticos del Impresionismo hasta el interior de una habitación matissiana. Toda la película reinterpreta la tradición pictórica, filtrada por la cuarta dimensión que no existe para la pintura pero sí para la animación: el tiempo.
En el desenlace, Fausto encuentra a Margarita prisionera en su mazmorra, pero al llegar hasta ella rompe el pacto diabólico y cesa su movimiento: tocados por el pincel del artista —que por fin se asoma directamente a cámara, como pintando sobre una superficie intangible—, Fausto y Margarita se congelan sobre la superficie del cuadro, a imagen de la condenación eterna. El tema del retrato misterioso ya había sido tratado con mayor o menor éxito en el séptimo arte —entre otras Jennie (William Dieterle. Portrait of Jennie, 1948), El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin. 1945)— pero la solución final del animador suizo para mostrarnos el cuadro definitivo, el verdadero clímax del filme, aparece mucho más lograda en Le sujet du tableau.
De alguna manera, los pintores favoritos de este animador también lo han sido de ciertos cineastas, estrechando todavía más el lazo cine-pintura: Edward Hopper —predilecto de Hitchcock—, Balthus, Henri Bonnard, Giorgio de Chirico, Vermeer de Delft –recordemos su sempiterna habitación, siempre la misma en cada cuadro, y la cita que le hacen los suntuosos interiores de El ansia (Tony Scott. The hunger, 1983).
Por su parte, Le ravissement de Frank N. Stein (Georges Schwizgebel. 1982), prolonga el diálogo con el cine al evocar La novia de Frankenstein (James Whale. Bride of Frankenstein, 1935): utilizando imágenes del filme en cuestión, Schwizgebel aplica un tratamiento de color para apropiarse de su secuencias clave, el grito de terror de una rediviva Elsa Lanchester al encontrarse de frente con el torturado rostro del Monstruo-Karloff. Esta secuencia cierra un largo recorrido desde el Inframundo: una larguísima secuencia de ciclos, tan brumosa como el despertar a la conciencia, atravesando cien veces la misma habitación como si cruzáramos de vuelta la laguna Estigia. La novia rechaza su abrazo y grita: desde el rostro consternado del Monstruo, la fuga se repite marcha atrás, abriéndose campo hasta superar el límite mismo del fotograma y llegar hasta el espectador, que repentinamente despierta y toma conciencia de su propia actividad escópica.
Un animador de fantasías concéntricas
En la pintura-animada se produce una profunda simbiosis entre música e imagen , llegando a desembocar en un profundo subjetivismo. En Schwizgebel, la presencia dominante de un tema musical no solamente dicta el ritmo de la narración, sino que la abstracción alcanzada por las imágenes nos permite sumergirnos, como una tenue sensación de déja vu, en el mundo de lo pasado, de lo ya vivido.
Ya en su primer cortometraje, Le vol d'Icare (Georges Schwizgebel. 1974), la imagen evoluciona desde el sencillo diseño de un atleta que forma parte de un panel de puntos luminosos hasta integrarse en un complejo entramado de círculos, equiparando la visualidad del filme con la sonoridad del clavicordio —un instrumento de sonidos claramente separados—, al acompasarse las desventuras de Ícaro con la interpretación de cinco piezas de Couperin.
En muchos sentidos, este artista es ante todo un creador de ciclos. El ciclo de movimiento es un recurso típico de la animación que ahorra trabajo al dibujante, haciendo que el último dibujo se continúe con el primero de la serie. Sin embargo, Schwizgebel eleva el ciclo animado a la categoría de imagen sensible de la variación y repetición musicales, retornando periódicamente a los mismos temas que cada vez se impregnan de diferente significación. En Fugue (Georges Schwizgebel. 1998), las imágenes de la memoria se convierten en una suerte de canon visual por la repetición asíncrona de los mismos movimientos, animados y pintados sobre materiales que se superponen unos a otros en tres capas diferenciadas: pinturas de pastel sobre papel, colores acrílicos sobre acetato, y gamas de gris sobre acetato. El fondo musical de piano rehuye cualquier aire descriptivo, alternando las rápidas escalas y los tonos graves y prolongados de una composición experimental escrita por Michèle Bokanowski.
El círculo, la espiral, son formas básicas con que la imaginación popular ha configurado visualmente ideas tan complejas como el eterno retorno de lo idéntico. La concha del caracol, el movimiento sin principio ni fin de una noria o la escalera de un patio vecinal enroscada sobre sí misma son símbolos de lo infinito , que de modo mágico y silencioso aparecen incrustados en el escenario de nuestra vida cotidiana. Schwizgebel se acerca con humildad a estos rasgos para demostrarnos aquello extraordinario que esconden.
Es por ello que el leit motiv formal de Le vol d'Icare, la redondez del punto, es recuperado en la hermosa 78 tours (Georges Schwizgebel. 1985), una fantasía de círculos concéntricos, labrados sobre la memoria de un hombre que escucha por la radio una música de fiesta. El mundo aparece como un microcosmos sobre el cuerpo de una mujer, mientras todo el universo gira alrededor de una taza de café: el personaje masculino recorre con el dedo su pequeña circunferencia mientras sueña con cambiar su destino, buscar una segunda oportunidad, repetir el momento en que se cruza con su vecina en la escalera y, esta vez, atreverse a pedirle que vaya con él a la feria.
La manía de repetición está gobernada por un cierto fatalismo que contamina los argumentos de otras películas de Schwizgebel, llegando a abordar el tema del pacto mefistofélico hasta tres veces: Le sujet du tableau —de la que hemos hablado anteriormente—, La course à l'abîme (Georges Schwizgebel. 1992) y L'homme sans ombre (Georges Schwizgebel. 2004). Pero sólo la segunda se apropia de un referente musical directamente relacionado con este mito: en La course à l'abîme, la cita al drama de Fausto viene respaldada por la ópera de Gounod, aunque en esta película no existe un reparto de personajes a imagen del drama clásico, sino una evocación sutil: la carrera desbocada que dos jinetes, rojo y negro, mantienen sobre una multiplicidad de espacios misteriosamente yuxtapuestos.
En esta película, quizás la más paradigmática de su autor, se alían todas las posibilidades de la transformación animada con una composición escenográfica ingeniosa y compleja. Los jinetes penetran en la ciudad y se convierten sucesivamente en demonios, en una pareja desenfrenada, en una serie de esqueletos que baila la Danza de la Muerte alrededor de una orquesta mientras que allá en el fondo volvemos a advertir la entrada de la misma pareja en la ciudad. Esta coincidencia no tiene más explicación que la que hallamos, incrédulos, cuando termina el movimiento que nos permite ver el escenario completo.
Un extenso movimiento de cámara describe una espiral cerrándose sobre sí misma, siguiendo un número en verdad escaso de dibujos. Éstos se hallan subdivididos en tantos encuadres como requiere la acción, conectados entre sí como las casillas del Juego de la Oca. La última imagen de la película nos muestra el origen de su artificio, el ciclo que ha reproducido el movimiento desde los primeros encuadres, hasta llegar al vórtice central, donde se hace patente la irrevocable continuidad de esta tragedia animada.
Con el paso de los años, Georges Schwizgebel ha cedido en su voluntad de pintar por sí mismo sus películas, dando con una acertada síntesis entre pintura y animación editada por ordenador en L'homme sans ombre, conservando íntegra su personalidad gráfica. Una vez más, la película trata del pacto con el diablo, aunque ahora es el infortunado Peter Schlemihl, del relato literario de Adelbert Chamisso, quien cede su sombra a Lucifer a cambio del éxito, la fortuna y el amor. Una vez ha perdido todo, el diablo le ofrece la oportunidad de llegar hasta un lugar donde pueda vivir sin devolver al mundo su proyección: muy lejos, en Oriente, encontrará un teatro de sombras chinescas donde podrá operar las marionetas sin necesitar de ocultarse.
El final de L'homme sans ombre —cuya imagen reproducíamos al comienzo de este artículo— no es sino un sentido homenaje al mundo del cine, en una película que se desarrolla como un único plano-secuencia, desde una sala cinematográfica hasta el último escenario sobre el que aparecen los créditos, repitiendo deliciosamente el desenlace que había preparado veintidós años antes para su reinterpretación de la tragedia de Frankenstein: una fuga infinita desde el celuloide.
(2) La National Film Board de Canadá publicó el año pasado un DVD recopilatorio de sus películas, Les Films de Georges Schwizgebel, así como también apareció un inestimable ensayo escrito por Olivier Cotte donde se revelan los pormenores de su vida y actividad profesional: Georges Schwizgebel. Des peintures animées, edición trilingüe (francés, inglés y alemán).
(3)“Schwizgebel is not really attached to traditional cinematography: he first conceives the film as a painter, and his kind of cinema owes more to a graphic way of working than a normal film maker”, en COTTE, Olivier. Georges Schwizgebel. Des peintures animées. Editions Henwinkel. Ginebra. 2004. p. 103.
https://rapidshare.com/files/230403668/1974_Le_Vol_D_icare.avi